Eliseo Muro Ruiz.
En el ámbito del ejercicio del poder,
hay que moderar los apetitos humanos con la
incorporación de controles.
El Estado de Derecho es cardinal
en un régimen democrático, además de ser una condición primordial para generar
desarrollo económico y bienestar social, ya que, en donde no se prevalece el
imperio de la ley, se propicia violencia, impunidad y corrupción, aspectos que
inhiben la inversión productiva e impactan el desarrollo, generando ambientes
de riesgo para un adecuado ejercicio del poder público y originando desordenes
en todos los ámbitos del Estado. El reto para nuestro país es que generemos un
ambiente armonioso de libertades junto con un desarrollo económico, comercial y
financiero más humanista, más cordial, que propicie prosperidad para toda la
población. Para lograrlo, se requiere un “enfoque
empático del Estado y del derecho”, que se fundamenta en la toma de
conciencia referente a un bienestar colectivo, un contraste para entender la
relación entre el concepto persona y la teoría del sujeto, puesto que, este
último es incapaz de ver a “los otros”, tal y como lo plantean los juristas
José Ramón Narváez y Stephani Nava, en la obra Apuntes sobre Ética Judicial,
No. 11, editada por el Instituto de Investigaciones Jurisprudenciales de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (2013).
El “sujeto”, sea “el yo” o “el otro”, siempre es el mismo, en él recaen
derechos y obligaciones; en cambio, la “persona”
es “el tercero o el otro”. El
“sujeto” cumple y exige cumplimiento al sistema estatal, pero la “persona” se compara
con su prójimo; el “sujeto de derecho” pocas veces considera la vida de los
demás, invariablemente piensa en él y en sus pertenencias. En este contexto, el
Estado para justificar su existencia crea derechos y obligaciones, con el fin
de mediar y arbitrar entre los hombres, para luego concebirnos como “sujetos” sometidos
a su derecho. Es el Estado quien produce derechos para que el particular los consuma
(los cumpla), cuyos resultados y efectos son fáciles de deducir a
través de una especie de mercadotecnia, que en el marco del positivismo y el
capitalismo liberal, somos una sociedad preocupada permanentemente por “apropiarse gradualmente de más y mejores
derechos”, que conlleva todos los días negociaciones que “sólo hablan de derechos y pocos
compromisos”; “se crean derechos para
una mejor vida” y por ende, “todos a consumir derechos para guardarlos y
realizarlos en la medida de la capacidad de recibirlos”, y “cualquier abuso o
desobediencia al sistema será castigado”. En este contexto, toda propuesta
de cambio puede ser vista como moralista, ya que, bajo la premisa
“premio-castigo”, nuestra sociedad se esperanza en lograr el orden jurídico, el
bienestar colectivo y la paz social, y no porque sea bondadoso, pues de lo
contrario, seríamos castigados.
Por tanto, este es el dilema que plantea el concepto de “dignidad
humana”, y es la gran tarea que tiene la Filosofía del Derecho y la Ética
Jurídica: generar una “contra-cultura” en oposición a aquella en la que
predomina el “individualismo”, la “indiferencia” y el “control del otro,” visto
el derecho propio como un privilegio, y el del prójimo como un abuso. Se trata
de una nueva “cultura jurídica” que implica un “compromiso recíproco por todos”, más que una exigencia de respeto,
ya que, la sociedad actual se basa en una ley que en muchas ocasiones no va con
la aspiración de justicia y equidad. Esta “cultura de la legalidad” requiere de
una “contra-cultura” que nos conduzca a un cambio: juicios jurisdiccionales
largos que rebasan los límites para su resolución; la concepción de la
inmediatez del documento, que atrofia la reflexión e impide la interpretación y
argumentación pertinentes; demasiados trámites administrativos y disposiciones
jurídicas, más de 20 mil cuerpos normativos, como tratados internacionales,
leyes federales y estatales,
reglamentos, acuerdos, circulares, bases, lineamientos, aunado la infinidad de
criterios jurisprudenciales que hacen las veces de ley para la resolución de
los casos, etcétera; una especie de funcionalismo jurídico que a diario apuesta
por soluciones prácticas y cada vez más rápidas que no permiten compromisos a
largo plazo, entre otros aspectos.
Ello nos mantiene bastante ocupados y no nos permiten pensar para
cambiar. En este panorama de constante temor y desconfianza, es difícil
plantear “un derecho empático”, pues no existe el “prójimo”. Para ello, es
primordial disminuir el miedo y generar estructuras de confianza social e
institucional, bajo un compromiso con alto grado de responsabilidad
nacionalista y de patriotismo, ya que, el “derecho empático” es un espejo (el
“otro”, el “prójimo”) en el que nos reproducimos. Bajo este punto de vista, la justicia
también se refiere a “el otro” o “al prójimo”, puesto que lleva implícita la
equidad, en ordenar al hombre en las cosas que están en relación con el “otro”,
por lo que, el derecho, al ser objeto de la justicia, es preponderantemente
empático: un derecho que se basa en una reciprocidad, en acuerdos, en
contrapesos, un límite de la acción del “prójimo” sobre “mí” y de “mí” sobre
“los otros”. Entonces, la persona se asume como base: no es un individuo puro
con posibilidades de exigir libertades inmanentes que ni siquiera comprende, y
no es un ser encerrado en una cultura local, ni mucho menos el irresponsable
ciudadano del mundo desvinculado de todo compromiso con una comunidad concreta,
sino un ser humano comunitario que se reúne en la colectividad, con identidad
individual, con compromisos y derechos, los cuales le son reconocidos en lo
personal y junto a su “prójimo”; estos derechos no son un concepto unívoco,
positivo, acabado, presente en toda la historia, ni tampoco son
convencionalismos adaptables a cada cultura, sino que gozan de total autonomía,
prescinden del elemento soberanía y están por encima de la reflexión nacional,
cuyos destinatarios son universales y por tanto, la garantía de los mismos está
más allá de la pertenencia a un Estado.
“Yo soy responsable de todo y de todos”.
Borges.